La Virgen María Madre de Dios y Madre
Nuestra.
-María Luisa Angarita-
La figura de la Virgen
María como Madre del Redentor y Madre de la humanidad ha sido construida poco a
poco desde la revisión teológica y profundamente escudriñada de la Revelación
Divina, no como una elevación forzada de su posición ante el Padre o el Hijo,
sino como un reconocimiento merecido ante su función colaboradora dentro de la
economía de la salvación. Así lo vislumbra el Concilio Vaticano II en su Constitución Apostólica Lumen Gentium[1]
y así lo ha aceptado por años la fe de los creyentes. Desde el antiguo
testamento todos los datos que prefiguraban a Cristo y luego en el nuevo
testamento los datos que presentan a Cristo como Salvador, dejan ver a su vez a
una madre que acompañaría el proceso de la salvación, dando un “Sí” absoluto
desde la fe y la obediencia al amor y al sufrimiento por el bien de la
humanidad, aunque en su momento poco lo comprendiera.
María se constituye así
como la Madre no sólo de Jesucristo como verdadero Dios y Hombre, sino como
Madre de la humanidad. Una madre que asumió la dureza de su sí y el sufrimiento
que implicó, que acompañó a su hijo hasta la muerte más cruel confiada siempre
en la voluntad de Dios, que abrió la puerta a la salvación de los hombres, que
dio vida al mundo al dar vida al hijo de Dios y que se hizo, por medio de la
gracia, madre espiritual de los hombres y de la Iglesia.
La concepción de la
Virgen María como madre de la humanidad denota un profundo rasgo del amor de
Dios, al hacer María todo por Cristo y por Dios, lo hace también por la
humanidad. Ella participa del proceso de la salvación con su sí, con su
intercesión y su guía, y aun hoy continúa intercediendo y guiando las almas hacia
su hijo Jesucristo. Y en ese participar de la salvación se vuelve no solo
intercesora, sino corredentora, porque al acercar a los hombres al encuentro
con Jesús, los ayuda a redimirse y les encamina a la salvación. El encuentro
con María propicia la conversión, la veneración sincera de su amor implica una
imitación también de sus virtudes, María se vuelve modelo y ejemplo a seguir
para cualquier cristiano sincero porque es imagen del amor fiel, de la fe
sincera, de la obediencia y de la caridad. No es un exaltar a María como diosa, es
reconocer todos sus dones y privilegios pues además siempre están referidos a
Cristo de quien proviene y en quien se sustenta la Salvación.
Si bien es cierto que
Jesucristo es el único mediador entre Dios y los Hombres, no es menos cierto
que la Virgen María desde su Maternidad Divina y su íntima asociación a la obra
salvadora de su Hijo, se vuelve intercesora entre los hombres y Jesús. Así la
Bienaventurada Virgen María participa de la gloria del Padre y del Hijo y en
medio de su mirada maternal nos esfuerza a acercarnos a Cristo a la vez que se
constituye en signo de esperanza, consuelo y garantía de la salvación mientras
como pueblo peregrino caminamos en la espera escatológica.
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