-María Luisa Angarita-
Existe
un espacio donde las palabras no significan, sin importar el tono, la escritura
y su gramática, ni siquiera el contexto. Hay un momento, un tiempo exacto en
que pierden su esencia, dejan de ser transformación para ser menos que el
silencio, para ser vacío. Simplemente se secan, pierden su aura magnética, esa
fortaleza que otrora transmitían, se vuelven ramas secas, un extenso mar sin
oleaje ni sonidos.
En
ocasiones también se mueren de tristeza, pierden su esencia entre el lamento de
no poder significar, de pasar días y noches intentando transmitir un mensaje
que se pierde en el fondo de la incomprensión, de la mala interpretación y sus desencantos.
Por eso a veces también prefieren el silencio.
Muchos
las usan a su antojo, redundan en vocablos profundos cuyo significado se pierde
en la bajeza absurda de sus actos, en la incoherencia que suele aparecer
siempre como un fantasma sobre sus intentos expresivos para hacer perder toda
noción, toda significación y entrega. Porque cada palabra es una entrega, buena
o mala, dependiendo de las intenciones, entregan el alma de quien las vive y la
maldad de quienes sin compasión las utilizan.
Octavio
Paz lo sabía bien, “chillen putas” llegó a gritarles, porque sus voces a veces
son ligeras y de tanto ir y venir se pierden entre ultrajes. Montejo en cambio
era mago, no encuentro otro nombre para quien de cada palabra extraía la poesía
para luego convertirla en la esencia del mundo. En cada verso de Montejo hay
magia, como magia había en escucharle hablar entre el público, recitar sus
versos o dar conferencias, todo en él era mágico y toda palabra en sus manos o
en sus labios tenía el poder de iluminar cada escondrijo, aun de aquellos
lugares que jamás imaginaron la poesía ni el poder de las palabras.
Pero
precisamente por su condición volátil y etérea, por esa característica de las
palabras de volar como mariposas de flor en flor, de boca en boca, también se
vuelven oscuridad, tormento y presagio de un caos que ellas mismas alimentan. Sin
piedad, sin compasión alguna, pueden herir un alma noble, endurecer su sonrisa
mientras disimula el inmenso tsunami que sobre su espíritu han arrojado. Algunas
palabras dan vida eso es seguro, otras en cambio nos arrojan a la muerte.
Es
un juego impreciso y taciturno, una suerte de misterio, la agonía de vivir para
siempre en las laderas del volcán. No se sabe en qué momento nos tocarán las
palabras, ni con cuál de sus fuerzas vendrán a nuestro encuentro, ni si la
nobleza de su esencia dejará caer sobre nosotros la dulzura de sus encantos o
las penumbras de sus tormentos. Sólo una certeza nos queda a la hora de
enfrentarlas, esa de saber que tras su misterio, todo se pasa, sobrevive y
renace en la poesía que se esconde entre los versos.
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