-María Luisa Angarita-
En
el silencio de las horas la soledad nos invade, se adhiere al alma como un
tormento ineludible y no cesa. A veces no importa cuánto ruido nos acompañe, ni
cuantas horas de risas y palabras intenten dispersarla. Simplemente aparece y
no se aleja, como si la existencia estuviese marcada por esa sensación
inquebrantable, como si fuese eminentemente necesaria para la subsistencia.
Pasan los autos, los quebrantos, los amigos y ella permanece, etérea e
intocable pero tan opresiva que sólo queda asirse de su esencia y respirarla.
De
golpe un sobresalto intenta devolvernos el aliento, pero la impronta que esta
soledad ha marcado no se desdibuja con ruidos ni con intentos furtivos de mirar
de soslayo. Sólo un remedio es posible ante tan fuerte presencia, enfrentarse
al poema, abrir el alma y morir en su desierto. Porque la soledad nos abruma y
ensordece, enceguece de tanto resplandor vacío, de tanta aridez nos seca, de
tanto vagar bajo el sol inclemente nos empuja al borde del delirio, nos lanza a
esa página dónde es mejor morir, para encontrar nuevamente nuestra esencia y
liberarnos.
No
existe entonces otro camino, puedes intentar liberarte recurriendo a otros
ámbitos, intentando la meditación, la danza, el confesionario, pero cuando la
soledad aparece no se distrae, no espera de nosotros nada más que el alma, se
vuelve el vampiro succionante de nuestros anhelos. Nos reduce. Nos aplasta
contra el asfalto y nada queda, ni de los altos edificios ni de los buses
veloces, de ningún lugar podemos sujetarnos, porque no se puede uno asir de lo
que no se alcanza, no podemos deslastrarnos tan fácilmente de los tormentos, y
aún en medio del caos, de la ciudad rauda y sus esquinas filosas, la soledad
permanece en la esencia de quien le ha abierto paso. Sólo un espacio es posible
para sobrevivirle, para aprender a sobrellevarle entre el transitar diario. Es
sólo allí entre los versos del poema, donde dispersamos el alma solitaria y nos
transformamos.
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