María Luisa Angarita.
Todo
escritor, una vez que ve su obra, siente siempre la inquietud y la necesidad de
saber si lo que ha escrito cumple alguna función para alguien, si sirve de algo
para los demás o para él mismo. Es entonces cuando comienza a reflexionar sobre su trabajo, sobre esas horas
interminables frente al papel en blanco que atrae y llama. Piensa sobre lo que
ha dicho y continua diciendo, sobre la forma como lo ha dicho para luego pensar
si realmente tiene algún sentido o sólo pierde el tiempo, comprende luego que
mientras tenga sentido para él tendrá sentido para otros y reinicia su trabajo
escriturario esta vez desde su propia conciencia. Escribe palabras desde la
palabra misma.
En la obra poética de Alberto
Hernández, esta reflexión se hace presente en forma constante, no hay un solo
libro de Hernández donde no asome algún vestigio de reflexión hacia el oficio
propio. Una muestra de ello es el trabajo realizado en Nortes (2002), allí el arte poética se hace
presente en casi todo el poemario, como dándose tiempo el autor para entregarse
más a su propio ser.
A primera vista, el poemario es un reencuentro del hombre
con la mujer que ama, los poemas se suceden uno tras otro en una invitación a
sentir el amor y, desde luego, la tristeza y la soledad que el mismo
sentimiento implica. No obstante, mucho más adentro de cada poema se descubre
una mujer, Ligia, la amante perfecta, la eterna mujer de los sueños y las
aventuras que más allá que mujer es también: palabra. Ligia pasa a ser la
palabra perfecta, la que como toda mujer seduce y engaña, ama y entrega. Y es
esta palabra la más escondida y por ende la más cercana.
Afirma Efrén Barazarte en el prólogo a la antología de Alberto
Hernández, lo siguiente:
La palabra ofrece el misterio y no la oscuridad y si hay
oscuridad es el misterio revelado por el poema. Hernández en ese sendero es uno
de los escasos poetas venezolanos donde la palabra es un delta: su obra
consciente de sí misma, el silencio como voz permanente, el desenfado y la
necesidad de la palabra junto al cuerpo como paisaje ajeno y propio. (2001. p.
5)
La poética de Alberto incide en la palabra nace de ella
para volver a ella sin dejar de ser ella misma. El misterio del cual habla
Barazarte es la palabra oculta dentro de si misma y dentro de su propia casa:
el poema.
Uno
de los textos que mejor muestra esta condición es el numero VIII: “Nos
quedamos/ en este trozo de papel:/ otras palabras/ son vocablos perdidos/
insomne/ acosado/ vuelvo al poema/ destruido.” (p. 19) La palabra que vuelve a
ella misma. La conciencia de que no hay espacio mejor que el papel y sus
versos. Si el hombre deambula constantemente entre el asfalto y el bullicio, si
se encuentra siempre atrapado entre las redes de la rutina salvaje ¿Qué mejor
lugar para refugiarse y salvar la vida, que un poema? El poeta se reencuentra
en sus páginas ¿Quién es el destruido? ¿El poema o el hombre que acude a
él? Ambos son el espejo en que se miran,
imagen uno del otro, si el poeta esta mal el poema también, si el hombre se
siente destruido, el poema, que es su propia creación, también lo estará.
Y en este juego, en este intercambio de
sensaciones, la palabra se vuelve una sola junto al hombre que la escribe, un
mismo ser, un espacio donde el uno depende, completamente del otro. El autor,
en una entrevista realizada con respecto al tema, afirma lo siguiente: “La
palabra es el único instrumento que a mí particularmente me revela como ser
humano (...) sin la palabra no puedo vivir mejor me suicido” (2004) y es que la
palabra se convierte en la única forma posible de existencia, un modo de vida
más que un oficio. El escritor se mueve en ella, vive con ella y por lo tanto
habla, piensa y reflexiona sobre ella.
Si hay algo que
siempre vive y vivirá dentro de todo poema es el silencio, los espacios en
blanco que permiten al texto ser él mismo, tranquilo en indisoluble como toda
unidad. Hernández no sólo presenta pausas dentro cada poema, sino que incluye
al silencio como un personaje más, como lo vemos en el poema número XXVIII:
el
silencio/ jamás se agota: no nos borra: nos hace también en esta / penumbra
activa. Tiempo para deshacerse del bullicio,/ de las destrezas de los ojos, de
los precipicios, cuánto, / para volver a la imagen, penetrar en el muro,/
instalarse en el rincón para entender el otro lado,/ pronunciar la oración
dentro de ti, estar ahí, en la/ suma de las voces que alguna vez huyeron. (p.
79)
El silencio da vida al texto porque desde un
principio, incluso antes de la creación del mundo, todo era: silencio. Y es
este silencio el que permite la concentración en la palabra, su reflexión y su
propia conciencia. El silencio evoca a la palabra y la palabra al silencio. Si
bien es cierto, no hay escritor sin texto como no hay texto sin escritor. Todo
en poesía implica una dualidad: vida/ muerte, amor/ cuerpo, palabra/ texto,
texto/ escritor, escritor/ silencio y silencio, nuevamente, palabra. La palabra
parte de ese silencio inagotable para convertirse en el sostén de la vida y, si
no es mucho abuso, en la vida misma. No
en vano dice Hernández “el silencio es importante, porque es la contraposición
del sonido (...) el hombre inventó la poesía para aproximarse a la belleza del
silencio” (2004)
Octavio Paz, en su libro EL Arco y La lira dice “la creación
poética se inicia con violencia sobre el lenguaje” (p. 38) y establece dos
puntos donde la creación se construye, el primero “el desarraigo de las
palabras”, el poeta extrae las palabras de su habitad normal, del lenguaje, de
las calles, del habla mundana para presentarlas como seres únicos, como recién
nacidas o recién creadas. El segundo, “el regreso de la palabra”, la palabra
que se interna en el poema para poderlo crear. La obra de Hernández obedece a
este ritmo. Sus palabras, que son las mismas que a diario deambulan por las
calles, parecen extraídas de lugares únicos, se vuelven puras bajo su puño para
convertirse al mismo tiempo en creadoras. La dualidad vuelve a presentarse. Las
palabras que son creadas vuelven a crear.
Como una especie de madre o mujer que da la vida luego de haberla
recibido.
En
el siguiente poema, el número VI, puede observarse este vaivén “Por salir/
rompiste/ estas palabras:// en otra piel/ uno/ llega extraviado” (p. 15) la
palabra que surge y por surgir destruye, la palabra que al nacer rompe el manto
que la envuelve y agota a su creador, lo abandona para dejarlo sólo en su
propio mundo de palabras. Cierto es que el poema da también una connotación femenina,
pero como el poema es siempre del lector, puede entonces decirse que quien
abandona y rompe es la palabra hecha mujer y la mujer hecha palabra.
Se
observa, pues, que la obra de Hernández no deja de pensar y reflexionar sobre
ella misma, y aunque lo hace de forma disimulada y oculta, como toda la poesía,
siempre esta presente su propia condición, la de palabra. Dice Barazarte:
La modernidad ha iniciado un ciclo que
aún permanece en otras instancias del debate. Nos referimos a la autoconciencia
de la obra literaria. En la poesía de Alberto Hernández existe esa constante.
La obra habla de sí, el que llegue que toque la puerta y entre. (p.7)
Y es que no se puede hacer otra cosa,
hay que entrar y leer el poema, descubrir sus matices y volver una y tres veces
sobra cada una de sus letras, hay que tomar la poesía de Alberto y degustarla, pero siempre pesará sobre el
lector la duda ¿Quién, realmente, devora a quién? La poesía de Hernández tiene
vida propia y es esta vida la que la lleva a auto conocerse y pensarse. Luis
Alberto Crespo, citado por Rodríguez, comenta: “Alberto Hernández, materializa
la palabra en cada texto abordado, le da vida propia a través de la
transparencia y la resonancia de las imágenes”
Alberto Hernández crea,
constantemente, un arte de su propio arte, una poesía de su propia poesía,
recrea el oficio del escritor y lo subyuga a las palabras. Él arte poética es
su modo de vida y su propio arte.
No hay una encrucijada que no se encuentre oculta en la palabra, no hay caminos que no se bifurquen en su ausencia, ni olas doblegadas así mismas que no lo sean ante su propia majestad, como no hay sed mas autentica que la del árido dolor. La poesía se diluye en en la palabra como vehículo incierto de la transcendencia del hombre a la vida. Esa sed de ser que imprime la desesperanza, la calma aciaga de olvidarlo todo a la vuelta de la esquina. La palabra como bálsamo que arropa y como ariete que denuncia y demanda. Como equilibrio el silencio que torna de la nada de su ignorancia al preludio de todo que indaga en el inagotable periplo de la palabra que teme dormir en la eternidad de su angustia sin decir algo sentido como primera trinchera del lenguaje. Desde aquí un cordial saludo para ti Alberto Hernadez
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