-María Luisa Angarita-
A
veces el desierto nos abraza sin esperarlo. Lentamente ingresa en el alma con
un silencio sepulcral y solitario. Penetra en la profundidad del ser, se
adhiere a las fuerzas y las agota. Cuando descubrimos su presencia es ya algo
tarde, ya hemos andado un largo trecho y lo comprendemos solo cuando la
tormenta de arena nos envuelve y nos sofoca. Aparece la sed, una sed infinita de
palabras, de un aliento, de una luz que ilumine el camino en medio de la
oscuridad de esa noche desértica donde ni luna ni estrellas aparecen.
En
un momento específico ya nada importa, pues lo que considerábamos esencial se
ha desvanecido, sólo queda caminar, seguir andando en un espacio que aunque
común resulta desconocido. Andar y andar, perdidos en la amplitud de un camino
sin horizonte, resquebrajada el alma en la aridez, reseco el espíritu de no
encontrar un atisbo de esperanza, una gota de agua que señale el camino.
Aparecen
entonces los espejismos, los espacios dónde tras una ilusión momentánea
recobras las fuerzas para intentar acercarte al pozo donde saciar la sed, pero
el pozo es sólo un sueño, una vana ilusión reseca y árida que te lanza de un
solo golpe de nuevo al desierto, solo que ya no es el mismo desierto, es más
amplio, más árido, más enceguecedor, da igual hacia donde enfoques la mirada,
porque todo es igual, todo es tierra reseca y sin sentido.
Empiezas
a imaginar entonces el oasis, porque confías que en algún momento encontrarás
un espacio donde descansar y recobrar las fuerzas para continuar el trayecto.
Sabes que si estás en el desierto, en algún momento también vislumbrarás la
tierra anhelada, esa que nos prometieron hace tanto. Pero el oasis no aparece.
Sólo espejismos de un lugar, de un pozo, de una ayuda. La imagen ilusoria de un
oasis encantador, lleno de aguas rebosantes de vida, de palabras inspiradas,
casi divinas, de una luz fulgurante tan intensa que sería capaz de vencer tus
oscuridades. Pero no hay tal oasis ni tal luz, apenas te acercas se aleja más y
más, y si de golpe le alcanzas y te abalanzas sobre él, recibes de vuelta más
tierra, más oscuridad, más desierto.
No
es sencillo atravesar el desierto, hay que dejar el alma, el corazón, la piel
en el camino. Andar y andar sin detenerse, arrastrarse, aferrados a la certeza
de encontrar, en algún momento, ese final que sabe a principio.
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