La metáfora como garantía de una realidad siempre mejor: de la vida de la idea a la realidad de lo irreal en "La muerte del comendador" de Haruki Murakami.
Leer a
Haruki Murakami es adentrarse en un mundo donde la realidad se confunde con lo
irreal, donde se desdibujan los vórtices que dividen lo real de lo irreal, lo
tangible de lo intangible y como la más hermosa de sus metáforas nos conduce a
través de un agujero extraño y onírico hasta lanzarnos sin ningún tipo de arnés
de seguridad al pozo profundo de la reflexión sobre la existencia.
Cuando leo
a Murakami encuentro eso, una continua reflexión sobre la existencia. Desde el
adolescente que divaga en su propia realidad tras la muerte de una amiga, como
en Tokio Blues, hasta esta historia cargada de surrealismo que nos
ofrece en La muerte del comendador.
Hay quienes
no saben leer a Murakami, quienes lo catalogan de un autor fácil, sensible,
sencillo, básico, comercial. A mi no me resultó nada fácil ni comercial
enfrentarme a lo dos tomos de La muerte del comendador. Pasar de la
lentitud de su primer tomo y su ritmo casi agonizante, a la velocidad y furia
del segundo tomo, como si una adicción repentina se apoderase de mi alma.
En esta
novela hay mucho más que un pintor que busca alejarse en una montaña para replantearse
su vida luego de la separación de su esposa. Hay mucho más que un personaje
misterioso que se presenta de golpe para llenarnos de intriga a cada paso del
camino. Y hay mucho más que clases de historia de la pintura japonesa, la
música clásica y el trasfondo cultural.
En La
muerte del comendador hay una reflexión profunda y asfixiante sobre la
realidad de la existencia. A través de un personaje totalmente irreal,
fantástico, casi ilusorio que incluso nos hace cuestionarnos de la sanidad
mental del protagonista o de nosotros mismos, Murakami nos conduce a través de
un debate sobre lo que significa la vida y las ideas que la conforman y nos
rigen.
Porque,
¿qué es una idea? ¿Tiene vida propia una idea luego de su concepción? Y la
metáfora ¿es realmente un constructo que revela la otra cara de esa realidad
que nos agobia? O ¿es un replanteamiento de la misma idea, de la misma
realidad, de las mismas cosas que nos atormentan en medio de la noche y el
sonido insistente de una campana?
Murakami
reflexiona sobre la vida. En cada uno de sus libros lo hace. Y no resulta banal
ni básico, pues al fin de todo es la interrogante eterna de la humanidad. Pero
no se queda en la interrogante, sino que la cuestiona y nos cuestiona, nos
interpela. Nos lanza al pozo profundo y sin salida tan frecuente en sus libros
para decirnos que no somos nada, que más allá de nuestras creencias, ideas o
formas de percibir las cosas, muy en el fondo estamos solos, abandonados a la
cruel insistencia de nuestros pensamientos. ¿Saldremos del pozo? ¿Concebiremos
una idea lo suficientemente poderosa para sacarnos de allí? O ¿seguiremos por
inercia el camino asignado por otros? un camino más sencillo, a veces transformador,
pero irremediablemente un camino impropio. Que no ha sido forjado por
nosotros.
¿Y si damos
un giro y cambiamos de idea? ¿O si la idea misma nos obliga a matarla? ¿Qué nos
queda? ¿Qué somos sin la idea que nos conforma, sin su guía? ¿Volvemos al pozo
o nos transformamos? Todo el trasfondo de La muerte del comendador es
esto, un continuo debate con nosotros mismos, con la idea o las creencias que
nos conforman, con la duda eterna de saber quiénes somos y la lucha por salir
del pozo eterno de nuestros propios miedos, dudas y pensamientos. Al final la
luz surge de la mano del otro. Siempre otro que nos rescata, que nos ayuda, con
su propio mundo de ideas a encontrar la luz, a conformar una nueva línea de
pensamientos y creencias para reconstruirnos. La convergencia de las ideas. No
en vano el protagonista en sus líneas finales afirma: «Creo a pie juntillas que
por mucho que esté encerrado en un lugar oscuro y estrecho, en un erial o en no
sé qué extraño lugar, alguien aparecerá para guiarme». (p. 490)
Sin duda,
en La muerte del comendador el debate es claro, la lucha de los
personajes con su propio ser es permanente, y esto se hace perceptible a través
de la incorporación de esos elementos de la irrealidad que nos hacen vivir toda
la experiencia como si se tratase de un sueño constante.
Pero
también hay otra reflexión dentro de sus páginas, un acercamiento a lo que
implica la vida del escritor aquí transmutado en pintor. La necesidad del
lienzo en blanco, de esa puerta abierta a una nueva idea, a una nueva metáfora.
La conciencia de saber que la metáfora tiene el poder de transformarlo todo,
incluso la realidad más dura o las ideas mas peligrosas. La claridad de saber que,
sin la ejecución de ese oficio, de esa arte, la vida se vuelve un cúmulo de
banalidades y sin sentidos. Porque lo que aporta sentido a la realidad, lo que
la vuelve significativa es ese momento frente al lienzo en blanco, ese trance
donde la idea, la metáfora y el pensamiento convergen para hacer valiosa la
existencia. «El momento zen del
lienzo» lo define el protagonista y continúa: «el momento en que lo que es real
y lo que no lo es se confunden». (p. 313)
La reflexión
continúa más adelante: «lo importante no es crear algo de la nada, sino, más
bien, encontrar algo distinto entre lo que ya existe». (p. 343) De este modo Murakami
se revela y responde a sus críticos dentro de este libro. Les lanza a la cara
la realidad de la creación, la belleza de transformar las cosas que ya existen
a través del acto creador. Cosa que un crítico no podrá hacer jamás, porque se
queda de este lado del borde de lo real, de lo tangible, incapaz de cruzar más
allá y adentrarse en ese otro mundo que la creación plantea.
La muerte
del comendador es una metáfora profunda sobre el acto creador, la
labor del escritor y el mundo intangible de las ideas del que depende. Una
metáfora de su propio proceso creativo, de su escritura, del pozo profundo en
el que se mueve libro tras libro, y en que nos sumerge para luego encontrar la
luz en la idea que sigue. Como un buen poeta consigue recrear la realidad de la
escritura en medio de la reflexión sobre la existencia, porque «una buena
metáfora consigue que aparezcan las posibilidades latentes que hay en todas las
cosas.»
Al final,
el pintor vuelve a su vida transformado. Consciente de que su realidad siempre
será cambiante gracias a las ideas, a las metáforas. Es la realidad de quien
escribe. De quien crea: habitar el pozo profundo y salir de él tomados de la
metáfora que también es oscura o, como diría el protagonista: «Planté mis pies
en el camino oscuro de la metáfora con la linterna como mi única mi aliada».
(p. 312)
La metáfora
como tabla de salvación, un camino oscuro para encontrar la luz que nos lleva
hacia el otro. Para transformar la realidad y nuestra existencia mientras
avanzamos con la única luz posible como guía: la luz de los otros.
María Luisa
Angarita
Buenos
Aires 7/10/2024
Haruki,
Murakami (2023) La muerte del comendador. Tomos I y II. Tusquets
Editores. 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
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